Fue necesario que Jesús asumiera la naturaleza humana para poder pasar por todo lo que hacemos en la tierra, el rechazo, el dolor, la tristeza, la tentación. Aunque era Dios encarnado, soportó toda la experiencia humana no como Dios sino como un ser humano con todas nuestras debilidades. Eso le permite a él, nuestro Sumo Sacerdote, orar por nosotros con tremenda simpatía: “Porque en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para ayudar a los que son tentados” (Hebreos 2:18).
Pensemos en una querida hermana que lucha. Ama a Jesús, pero se siente desanimada, abatida, rechazada. Ella piensa: "Me han herido profundamente y no tengo a nadie con quien hablar que realmente comprenda". A veces se pregunta si Dios podrá perdonarla por tener una fe tan débil y está a punto de darse por vencida.
Satanás está a su lado y le dice acusadoramente: “¡Mira a éste! Prácticamente no tiene fe. ¿Qué clase de cristiana es ella, Dios?
Jesús la ve herida y siente su dolor. Él sabe que su fe es débil y que está a punto de darse por vencida, por lo que se presenta ante el Padre en su favor y comienza a interceder. “Padre, sé lo que ella siente porque yo he estado allí. Fui rechazado por mi propia carne y sangre. La multitud religiosa se burló de mí. Los soldados me escupieron y me pusieron espinas en la cabeza. Incluso lloré: '¿Por qué me has desamparado?' Me compadezco de esta mujer, Padre, y he lavado sus pecados. Sé que ella todavía tiene un corazón para mí”.
Aquí es donde entran las oraciones de Jesús por nosotros. “Padre, quisiera que ella fuera perdonada por su desánimo. Quisiera que ella recibiera una nueva provisión de gracia desde lo alto. Que el Espíritu Santo venga sobre ella con una renovación especial de aliento y le dé espíritu de paz y descanso. ¡Ella es mía, Padre, y Satanás no puede tenerla!”
De repente, de la nada, la mujer se siente animada. La gracia le es dada a través de las oraciones de nuestro Sumo Sacerdote. Le conmueven los sentimientos de nuestras debilidades y actúa con misericordia.